RELIGIÓN, IGLESIA Y MILITARISMO

Enrique Maza

07/05/03

"Su nombre es el Eterno, Dios de los Ejércitos", escribe el profeta Amós.

Desde el año 1,200 antes de nuestra era hasta del año 2003 de nuestra era, la guerra no ha dejado de tener lazos profundos con lo sagrado. La razón es que la guerra toca lo más hondo de la vida humana y de su destino. Afecta lo que está en el más allá, porque la guerra es la muerte, y toca, por tanto, el sentido de la vida; porque la guerra destruye el amor, violenta y desquicia las relaciones humanas, destroza las normas morales de los tiempos de paz, libera la ferocidad del hombre, obliga a matar y, por eso, necesita organizarse a partir de lo sagrado y de la fe religiosa, necesita la compañía de sus dioses para la justificación moral de su inmoralidad. Necesita saber que sus dioses le son propicios. En el drama Ricardo III de Shakespeare, el conde de Richmond les dice a sus tropas: "Puesto que van a combatir contra un enemigo de Dios, Dios en su justicia los protegerá como a soldados suyos". Para conquistar a un pueblo hay que destruirle sus dioses.

Los dioses no permanecen indiferentes a las guerras de sus pueblos y todos los pueblos consultan y ruegan a sus dioses en relación con sus guerras. En las religiones politeístas, una divinidad específica se encarga de esta función. El problema se presenta en el monoteísmo, porque Dios es Dios de todos los hombres por igual y, en ese caso, Dios puede ordenar y proteger la guerra contra los que no son suyos, los infieles. El judaísmo conocía esas guerras como las guerras del Señor; el Islam, como la guerra santa; el cristianismo, como la cruzada. Lo problemático es cuando los fieles del Señor se pelean entre sí y cada bando proclama el favor exclusivo de Dios, como pasó en la segunda guerra mundial. Y ambos bandos mataban en el nombre del mismo Dios. Hoy parece que el Dios de los Ejércitos quiere pelearse con Alá. Al parecer, Dios puede tolerar las guerras entre sus fieles, para vengar injusticias o maldades, pero a condición de que se respeten determinadas reglas, que jerarcas y teólogos se encargan de precisar en el nombre de Dios, para que una guerra sea justa. A pesar de eso, las grandes religiones reveladas se ven en grandes aprietos para integrar la guerra a su visión teológica del mundo y a su comprensión moral de la conducta humana.

La iglesia católica, en lugar destacado, es la que ha abusado flagrantemente de su moralización de la guerra, porque su Dios es el Dios del amor, infinitamente bueno y misericordioso, que ordena el amor del prójimo, incluidos los enemigos, y que formalmente prohíbe matar. La guerra es incompatible con el mandato expreso de Jesucristo: "Ámense los unos a los otros como yo los he amado". "Que en esto se conozca que son mis discípulos, en se aman los unos a los otros". "Un solo mandamiento les doy, que se amen los unos a los otros". Pero el Papa Gregorio VII, que ya pensaba ardientemente en la liberación de Jerusalén, pero no pudo lanzar la primera cruzada porque estaba enfrascado en Occidente en una guerra del papado contra el imperio, dijo: "Maldito el que se oponga a teñir su espada de sangre".

Por esta razón, la iglesia católica y, con ella, todas las iglesias cristianas, enfrentan la irresoluble contradicción y la imposible coexistencia entre el amor y la guerra. Un problema que debe resolver quien se relaciona con Dios es que su relación está condicionada por la religión y por las iglesias que la administran. Es decir, por los hombres que ocupan un puesto de poder y que, en su calidad de líderes religiosos, ejercen una dominación, o sea, la posibilidad de imponer su voluntad sobre la conducta ajena. El problema está, por tanto, en la relación que establece la religión entre Dios y el poder. A tal grado, que el Credo mismo que enseña y recita la Iglesia, la fe que proclama desde el altar, empieza así: "Creo en Dios todopoderoso". No dice en Dios todo amoroso, sino todopoderoso. Dios no es amor, como lo entendió y enseñó Jesucristo; es poder, como lo entiende y lo enseña la iglesia. Ahí está la contradicción entre el amor y la guerra.

El poder religioso, con la dominación que implica, porque dice representar en la tierra el poder divino del cielo, difícilmente encuentra y más difícilmente acepta la posibilidad de que se le pongan límites. Si la religión concibe a Dios a partir del poder, sus representantes se entienden a sí mismos investidos de ese poder que Dios delega en ellos. Y, como el poder de Dios es infinito, sus representantes en este mundo limitado difícilmente resisten la tentación de ejercer una dominación de la que nadie se debe sustraer, de la que nadie debe disentir, cuyas normas no admiten discusión, cuya voluntad exige obediencia absoluta. No se discute con la eternidad, no se desobedece al poder infinito. Por eso se divinizaron los emperadores romanos. Y los posteriores. Nadie tiene derecho de objetar la justicia infinita.

La potestad del Romano Pontífice, dice el Código de Derecho Canónico de la iglesia católica, "es suprema, plena, inmediata y universal" y "la puede ejercer siempre libremente". Además, "no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice", que "no puede ser juzgado por nadie". (Cánones 331, 333 y 1404). Es decir, la constitución jurídica de la iglesia consagra y protege el absolutismo papal. Pero no sólo el Romano Pontífice es sujeto de la "potestad suprema", dice el N° 22 de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, sino también el Colegio Episcopal junto con el Papa. En otras palabras, la práctica del poder se sustenta y se legitima a partir de una forma específica de entender a Dios desde la dominación, desde el poder, como todopoderoso, como omnipotente. Por eso su representante en la tierra tiene esa misma clase de poder y de dominación, avalada desde la eternidad, infalible, todopoderosa. Ya no es Dios el padre de bondad y de misericordia, sino el señor de los ejércitos. Se impuso el Dios del miedo.

Fueron dos las razones principales de este cambio. Una fue la helenización del mensaje cristiano, arrancado de su cultura original hebrea y reencarnado en la cultura helénica, lo que transformó muchos de sus significados, incluidos los centrales y de mayores consecuencias. La otra fue la progresiva concentración del poder en la organización eclesiástica.

Los grandes pensadores que forjaron la teología cristiana, como Ireneo, como Orígenes, el creador de la primera teología científica en el siglo III, fueron hombres nacidos y educados en la cultura del helenismo, empezando por San Pablo. Eso repercutió en la idea misma de Dios. El Dios de Jesús fue sustituido por el dios de una determinada filosofía. El poder del amor fue sustituido por el poder del ser. El Dios misericordioso que se reveló en la debilidad y en la pobreza fue sustituido por el pantokrator de la cultura griega, el poder absoluto, el soberano universal, el vengador que destruye a sus enemigos, al estilo de los dioses de la mitología griega y de sus ideas religiosas que se refieren siempre a la fuerza y al poder. De ahí que en todos los "Símbolos de la Fe", en los que se han expresado los autores cristianos, la idea fundamental que debe aceptarse en lo referente a Dios sea el poder: Dios omnipotente.

Fue la idea que empezó a trasladarse a los representantes de Dios en la tierra y que originó la concentración del poder eclesiástico. Unos hombres normales, como es el caso de los obispos, empezaron a presentarse a sí mismos ante los fieles como personajes investidos de un poder incuestionable, que sólo podía explicarse por su representación de Dios en la tierra, del Dios que ellos mismos definían como poder incuestionable, absoluto. Dios mismo justifica el poder absoluto de los hombres que lo representan. La Didaskalía, un escrito canónico, teológico y litúrgico del siglo III, desde entonces lo dice así: "El obispo reina en lugar de Dios y debe ser venerado como Dios"; "amen al obispo como padre, témanlo como rey y hónrenlo como el Señor"; "Juzga, obispo, con potestad, como Dios". Pueden servir de ejemplo los 27 dictados del Papa, formulados por Gregorio VII en 1075. Entresaco sólo unos pocos, que dicen así: "El Papa es el único hombre cuyos pies besan todos los príncipes. El Papa puede deponer a los emperadores. Su parecer no puede ser reformado por nadie, pero él puede reformar el de todos. No puede ser juzgado por nadie y nadie puede condenar una decisión suya".

Es importante comprender la sacralización del poder, porque es la única manera de justificarlo. Hasta un hombre de espíritu insignificante como George Bush apela a la sacralización de sus delirios de guerra que identifica con la justicia infinita, es decir, con la justicia de Dios. Infinito sólo es Dios. Es importante comprender esta sacralización, porque las guerras religiosas dominaron el escenario político mundial y, en concreto, de América y de Europa, desde la Edad Media hasta el siglo XXI, incluida la historia de los Papas y de la Iglesia, desde el emperador Constantino hasta los hornos crematorios de los nazis y la supuesta guerra de Irak, pasando por Vietnam, Corea, Afganistán y demás. Todavía recuerdo, si recuerdo bien, la fotografía del cardenal Francis Spellman en el momento de bendecir las bombas que se iban a arrojar en Vietnam.

Es justificado preguntarse qué idea de Dios tienen los hombres del poder, que sacrifican al mundo desde la cumbre religiosa, desde la cumbre política y desde la cumbre militar. ¿Cómo justificaban los Papas su potestad absoluta sobre todos los seres humanos, inclusive los infieles, cuya infidelidad castigaban en nombre de qué Dios? Eso mismo hacen todos los pueblos mesiánicos hasta nuestros días.

Hay que comprender las relaciones entre la religión, la Iglesia y la guerra no sólo para saber si la Iglesia ha sido un factor de conflictos o un factor de paz, sino para encontrar en la espiritualidad cristiana los elementos que justifican la agresividad guerrera a costa de las tendencias y de las obligaciones pacíficas. ¿Cómo explicar a la luz del Evangelio las guerras entre cristianos? Para eso se ha elaborado, en un intento de reglamentarlas, toda la teoría y la teología de la guerra justa, que fija las condiciones que deben legítimarla y las normas morales que deben regirla. En esa perspectiva, sería muy difícil justificar las guerras del siglo XX. Sólo hay que pensar en Vietnam, en Kosovo, en Afganistán y en Irak. Nunca podrán ponerse de acuerdo apologistas y detractores, igualmente ambiguos. Desde que el emperador Constantino estampó la cruz en sus estandartes de guerra, no ha cesado el conflicto entre los poderes religiosos, políticos y militares que arrastran a los pueblos. Desde que el ejército y la Iglesia fueron los pilares del poder monárquico y del Estado burgués republicano, la guerra y la paz han sido indisociables y siguen siendo las dos caras de una humanidad compleja y contradictoria. Una vez sacralizado el poder, una vez colocado el hombre en la representación incontestable de Dios, quedó justificada la guerra en el nombre de Dios contra los enemigos de Dios, señalados así por los representantes de Dios. La religión y la Iglesia, contradictorias ambas, cogidas de una mano con la guerra y de otra mano con la paz, dando a veces la cara a la guerra, dando a veces la espalda al amor.

Si se analiza la historia de las guerras, aparece que el cristianismo en sí no ha sido ni un factor de guerra ni un factor de paz. Pero la Iglesia, los hombres de la Iglesia, empezando por los Papas, han sido ambas cosas, factores de guerra y factores de paz. No es posible negar las Cruzadas; ni las guerras religiosas europeas, ni las guerras por los Estados Pontificios; ni a los Papas guerreros, entre otros, Julio II que no se despojaba de la armadura; Paulo III, que financiaba las guerras de Carlos V con los elevados impuestos de los Estados Pontificios; Paulo IV, motor intelectual de la Inquisición, que se alió con los franceses para hacerle la guerra a España; San Pío V, con su guerra de Lepanto contra los musulmanes; Urbano VIII, que hundió a Italia en un conflicto con su guerra por los Estados Pontificios; ni la Inquisición; ni las grandes persecuciones de judíos; ni las guerras de conquista en América, en las que iba la cruz por delante precediendo al arcabuz; ni el tránsito del imperio pagano al imperio cristiano y del combate espiritual de los mártires al combate terrestre de los conquistadores; ni la conversión del poder en el siglo IV para dar nacimiento a los ejércitos de Dios, para dar el paso de las milicias del César a las milicias de Cristo; ni el cambio del combate espiritual de San Agustín a la teoría justificativa y a la práctica de la guerra justa; ni las órdenes religiosas de monjes guerreros, como los Templarios, los Caballeros del Santo Sepulcro y otros más.

La Iglesia ha canonizado a numerosos santos militares y ha mostrado con eso que la actividad guerrera es merecedora de la santidad: San Jorge, San Longino, San Martín, San Mauricio, San Sebastián, San Segundo, San Teodoro, todos fueron soldados, y la Leyenda Dorada que compuso el dominico Jacques de Voragine narra sus historias. "Los soldados de Cristo fueron investidos por los soldados del diablo", cuenta el relato, y todos fueron martirizados.

Un ejemplo, San Bernardo de Claraval, considerado uno de pilares de la Iglesia. Los insultos preferidos que lanzaba contra los herejes eran "campesinos", "obreros". San Bernardo ardía de odio contra todo lo que se opusiera a la verdadera fe, como él la entendía. Llamaba a sus enemigos encarnaciones del mal, agentes del demonio, y emprendía contra ellos una guerra inmisericorde de la que estaba excluido el amor. Llamaba perros y cerdos a los infieles. De los cátaros decía: son "rústicos e imbéciles perfectamente despreciables con sus pobres mujeres idiotas, son una especie grosera de zafios incultos, incapaces para el combate". Al proclamar la gleba para la guerra santa, predicaba: "Hay que purificar el lugar de la deshonra de los paganos, los musulmanes son paridos por el diablo y la única solución es exterminarlos: maten, mátenlos, es por Cristo". George Bush parece un eco de San Bernardo.

Muchas páginas de San Bernardo son terribles, patológicas, apologías de la masacre que él llama "malicidio". Pero recuerdan páginas de la Biblia, en las que Dios parece estar siempre en guerra contra los demás dioses y siempre sediento de la sangre idólatra. La regla de oro contra la ciudad enemiga –una cita entre muchas del Éxodo y del Deuteronomio— era ésta: "Cuando gracias a Yavé tu Señor, haya caído en tus manos, pasarás por la espada a todos los hombres que en ella habiten, y serán tuyas las mujeres y los niños, así como las bestias y todo cuanto hubiere en ella". "Cuando el Señor Dios tuyo te introdujere en la tierra que vas a poseer y destruyere a tu vista muchas naciones, has de acabar con ellas sin dejar alma viviente. Ni una sola debe quedar con vida. No contraerás amistad con ellas ni les tendrás lástima. Exterminarás a todos los pueblos que el Señor pondrá en tus manos. No se apiaden de ellos tus ojos."

El Papa León XIII, en su encíclica Satis Cognitum (Suficientemente Sabido), dijo: "El principio sobrenatural de la Iglesia se distingue cuando se ve lo que a través de ella ocurre y se hace". Cuando año tras año, siglo tras siglo, alguien realiza lo contrario de lo que predica, se convierte, por acción y por efecto de toda su historia, en personificación y en culminación de lo que ha practicado. Si la religión, el cristianismo y la Iglesia han practicado siglo tras siglo la violencia y la guerra, inclusive el exterminio, como sucedió en las Cruzadas, en la persecución de los judíos, en la Inquisición, en la guerra contra los hugonotes y en la noche de San Bartolomé, en la conquista de América, en las guerras por los Estados Pontificios, por citar sólo esos casos, significa que a través de eso se distinguen la Iglesia y el cristianismo. Pero si uno compara históricamente las demás regiones del mundo, cualesquiera que sean sus religiones y sus civilizaciones, su historia, sus guerras y su militarismo, con todo lo que encierran de violencia, de dominio, de crueldad, de insania y de barbarie, se concluye que con la Iglesia y sin la Iglesia, con la religión o sin la religión, de todos modos se haría la guerra. Hay polemólogos que concluyen que la guerra se hace por hacer la guerra. De ahí el surgimiento del militarismo.

Después de la segunda guerra mundial, nació una nueva cruzada religiosa contra el materialismo ateo. Luego hubo guerras interislámicas entre Irán e Irak y guerras entre hermanos israelíes y árabes. Cristianos, musulmanes y judíos tienen y adoran el mismo Dios, que parece ordenarles a los tres matarse mutuamente en su mismo nombre; Dios, Yavé y Alá, como si fueran tres dioses peleados entre sí y no tres nombres del mismo Dios. Nunca han faltado quienes promueven los motivos más absurdos para justificar sus ambiciones económicas y geopolíticas y defenderlas con las armas adelante y el empuje de Dios atrás.

Históricamente, no se puede decir de la iglesia católica (y esto vale para otras iglesias y otras religiones, cada una en su propia medida), que no ha provocado guerras. Las guerras por los Estados Pontificios, las Cruzadas y las conquistas de los infieles en América son prueba clara de que las ha promovido. Tampoco ha impedido guerras. Sí se puede decir que ha sufrido muchas guerras, que ha intentado orientarlas y que ha procurado darles un sentido; pero nunca ha cambiado nada en el problema de fondo de la guerra. Se ha visto envuelta y confrontada por esta realidad humana a la que ha tratado de darle un sentido y, a veces, de mostrarle su sinsentido. Es cierto que ha cambiado su postura ante la guerra. Su discurso de ahora nada tiene que ver con su discurso en la Edad Media o en los siglos XVI y XVII. Pero la iglesia ha hablado muchos lenguajes, igual que las demás iglesias y religiones. Y nunca han faltado en su seno, hasta el día de hoy, belicosos, fanáticos, predicadores de la guerra, como tampoco han faltado los pacíficos, los humildes y los razonables. La misma jerarquía eclesiástica, a pesar de su estructura monolítica, centralizada y jerarquizada, ha hablado de la guerra con voces discordantes. Sus mismos libros sagrados, sus doctores y su doctrina, sus teólogos y sus santos se han dividido, a veces intolerantemente, a favor y en contra de la guerra, sobre todo de la guerra santa.

Pero la iglesia católica se convirtió en un Estado, en un poder político y en una institución oficial estructurada a partir del siglo IV. Es simultáneamente iglesia y Estado, como el Papa es sumo sacerdote y jefe de Estado. Ser Estado ha obligado a la iglesia a sobrevivir como Estado en el mundo y a enfrentar a sus enemigos, a los que ha convertido en los enemigos de Dios.

Los teólogos, entre ellos Santo Tomás de Aquino, sustituyeron la guerra santa por la guerra justa, de la que se aprovecharon las monarquías; la guerra contra el mal se convirtió en la guerra contra la injusticia, los infieles fueron sustituidos por los injustos y los tiranos, y nacieron las guerras del dinero, la defensa del orden económico contra los revolucionarios, los disidentes, los diferentes, los ateos o los apóstatas del orden económico. Pero la guerra justa sigue siendo guerra santa en razón de su justicia. Y el círculo se cierra.

Después de la segunda guerra mundial, ante la magnitud de la destrucción y de las pérdidas humanas, se empezó a cuestionar la legitimidad e inclusive la posibilidad de la guerra justa, por la desproporción de los medios modernos de destrucción. Desde entonces, el precio de cualquier guerra es insoportable y absurdo. Pero se añadieron nuevos problemas que perturbarían de nuevo la visión cristiana de la guerra y que crearían nuevas ambigüedades. Uno fue la formación de bloques, que planteaba ya no enfrentamientos nacionales sino planetarios, bloques ideológicos encarnados en grupos de naciones. Otro fue la aparición consecuente de la guerra ideológica que remodeló el aspecto de la guerra santa porque el bloque comunista era antirreligioso. La Iglesia y, con ella, la religión en sí, se ven obligadas a elegir a sus amigos y a sus enemigos. El mundo cristiano medieval era más simple: el cristianismo contra el Islam, concepto al que hemos vuelto ahora en razón del petróleo, de Israel y del fundamentalismo de los buenos y los malos. La Iglesia interpretó la primera guerra mundial como la venganza divina directa contra los pecados de la humanidad. En la segunda, dejó de lado a Dios y dijo que era el hombre mismo el agente de su propia destrucción, porque se separó de la fuente del amor y adoptó doctrinas ateas. Después de Hiroshima y de Nagasaki ya es imposible hablar de guerra justa.

En el siglo XX y en lo que va del actual, la postura de la iglesia católica no ha variado y sus ambigüedades continúan. Pío XII ya no habló de neutralidad sino de imparcialidad, para disfrazar su impotencia, su confusión y su connivencia con los nazis. Juan XXIII es duro contra la guerra en su encíclica Pacem in Terris. Juan Pablo II, nueve siglos después de que Urbano II llamó a la cruzada, declaró que no puede haber una guerra santa; pero en su Catecismo de la Iglesia Católica afirma el principio de la guerra justa. Juan Pablo promulga el segundo Código de Derecho Canónico, en el que reafirma el absolutismo papal. Cuenta Giancarlo Zizola, escritor y periodista italiano, corresponsal de prensa en el Vaticano por largos años, en su libro La Restauración del Papa Wojtyla, que los obispos de Estados Unidos iban a publicar una carta pastoral contra el armamentismo, las armas nucleares y la guerra de las galaxias. Ronald Reagan viajó al Vaticano, se entrevistó con Juan Pablo II para impedir la publicación de la carta. El Papa pidió, a cambio de la carta, relaciones diplomáticas de Estados Unidos con el Vaticano. Apenas regresó Reagan, envió al que fue primer embajador de Estados Unidos ante el Vaticano, y el secretario de Estado de Juan Pablo II viajó a las Naciones Unidas, pronunció un discurso ante la Asamblea General y afirmó que no se podía condenar ni el armamentismo ni las armas nucleares, porque eran útiles para mantener la paz. En otras palabras, la paz mantenida por el miedo. Es justo reconocer que Juan Pablo II, sobreviviente de campos de concentración y de la segunda guerra mundial, condenó la actual guerra contra Irak y abogó por la paz.

Nuestro siglo, con el triunfo hilarante del capitalismo neoliberal que instala en el mundo, además de la injusticia y de la inequidad, la trivialidad de la vida, se esfuerza en divertirse, aunque sea con la muerte misma. Trata de liberarse de ese sentido de tragedia y de angustia que tuvieron los grandes escritores y artistas frente al dolor y la muerte, frente al drama del siglo y frente al fracaso de la civilización. Quiere volverse insensible al desastre humano. Quiere retozar con la violencia, con la miseria, con guerras televisadas, con pornografías y con Rambos. Quiere olvidar la injusticia, el sufrimiento y la desesperación con dinero, con emociones fuertes y con telecomedias de merengue. La muerte como entretenimiento, la muerte como mercancía. Y quiere encontrar un dios de su tamaño, que justifique las riquezas y el poder, que no eche en cara la injusticia propia y la miseria ajena. Por eso se vuelve hacia el dios azucarado o hacia el Dios violento. La religión recurre al Dios vengador que le deja la seguridad en la violencia y la inseguridad en el amor. Y se hace el terrible silencio de Dios, otra expresión para significar el absurdo de reducir a Dios a nuestra dimensión humana y de hacerlo inútil.

El hombre nace en un mundo y en una situación de angustia. Los hombres bíblicos trataron de resolver el problema, cada uno a su manera, buena o mala. Algunos quisieron ser como Dios, dueños del bien y del mal, referencia moral de sí mismos, para evitar la posibilidad de la culpa, y acabaron escondiéndose de Dios y de sí mismos, sin plenitud que llenara el vacío y sin norte que guiara la brújula. Quisieron decidir el bien y el mal, para curar la angustia y sólo se hundieron en una angustia mayor que sembraron a su alrededor y que se convirtió en agresividad, como siempre pasa. Otros, vaciados de Dios, de sí mismos y de los demás, acabaron abandonados y perdidos en sus guerras. Y así otros, cada quien en su camino elegido para evadir la angustia, el absurdo, la muerte y el cansancio de vivir. Hay que resolver siempre, de un modo o de otro, la disyuntiva que plantea el libro bíblico del Eclesiastés: "En el abismo, no hay manera de saber hacia dónde te encaminas. El hombre no sabe si Dios lo odia o si Dios lo ama." Finalmente, la vida es decidirse por lo uno o por lo otro.

El hombre se decidió por escribir la historia del miedo, por hacer crecer a la humanidad en medio de terrores. Bastaría pensar en todas las guerras que han sucedido a la primera guerra mundial, en Auschitz, en Goulag, en los generales dictadores de América Latina, en Hiroshima, en Vietnam, en Afganistán y en Irak, en la miseria y el hambre de la mayor parte de la humanidad. El miedo. El recurso, en esta situación de miedo y de terror, es la violencia, el militarismo, la guerra, el exterminio, el terrorismo, el alzamiento. La Iglesia es la primera que ha recurrido a ese motor del comportamiento humano que es el miedo. En su pastoral usa el miedo absoluto, que es el miedo al infierno, a una vida de tortura infinita por toda la eternidad. Esa sentencia no puede ser decretada más que por un Dios de terror. Eso es lo que ha sido siempre y lo que sigue siendo en nuestros días de amenazas nucleares. Una religión que cultiva el miedo es necesariamente una religión de guerra. El Papa Paulo VI dijo: "Las guerras nacen del corazón de los hombres".